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in Revista de Filosofía
¿Por qué importa la filosofía en la universidad y en la cultura de nuestro tiempo? Comentario a Carlos Peña
Abstract
“¿Por qué importa la filosofía en la Universidad y en la cultura de nuestro tiempo?” Con ese encabezado se plantea una de las preguntas más antiguas e importantes de la filosofía. Se trata de una pregunta que indaga, por un lado, en la posibilidad de su justificación, así como por otro, sobre su posible praxis educativa –pregunta discutida al menos desde Kant en adelante. Ahora bien, la pregunta concreta por su pertinencia en formación general secundaria es más reciente y, particularmente en Chile, ante una reforma del currículum general, se tornó una pregunta urgente (Cf. Aurenque 2018). Hasta ahora, se cuenta con una serie de artículos de opinión pública sobre este tema, pero con pocas investigaciones filosóficas al respecto y al problema de su justificación. Tampoco encontramos una sola vía de argumentación que apunte a defender la importancia de la filosofía en la enseñanza, sino una serie de argumentos dispersos que, en ocasiones, parecen incluso contradecirse. ¿Por qué resulta tan difícil justificar el valor del cultivo de la filosofía? ¿Existen quizás razones disciplinares para explicar el problema justificatorio?
En su libro Por qué importa la filosofía, Carlos Peña nos presenta un estudio que precisamente se hace cargo de esta interrogante. En efecto, Peña nos muestra que esta pregunta, en sentido estricto, no es propia a una coyuntura particular de nuestro país o de otros contextos, sino más bien una cuestión propia a la filosofía. Ello lleva a que Peña explore en la naturaleza misma de la disciplina para, desde ahí, y no desde pragmáticas curriculares estratégicas o prejuiciadas, se plantee y fundamente la pregunta por el valor e importancia de la filosofía. El autor nos muestra de forma sistemática y convincente que existen razones filosóficas y metodológicas para las dificultades antes mencionadas. Si bien el camino que toma Peña para fundamentar esta intención explora una serie de autores, líneas filosóficas e incluso acontecimientos históricos o relatos narrativos y poéticos, resulta innegable que la meditación heideggeriana conduce como columna vertebral sus reflexiones. Peña piensa, con y más allá de Heidegger, sobre la naturaleza misma de la filosofía y su importancia –algo de suyo valioso por múltiples vectores.
En el escenario actual, encontramos normalmente dos justificaciones que intentan argumentar sobre la importancia de la filosofía: a) Por un lado encontramos la postura que denomino apologética dogmática-cultural. De acuerdo con esta postura, la filosofía es considerada como un bien en sí en tanto ella es parte fundamental de aquello que representa nuestro acerbo cultural humano, siendo por tanto una disciplina de suyo valiosa –aunque nadie realmente pueda explicar el origen de este valor. Por otro lado, encontramos b) la postura en contra y que denomino la demeritoria dogmática-utilitaria. A diferencia de la postura anterior (que sostiene que la filosofía no es inútil). Ambas posturas si bien algo nos revelan sobre la filosofía, al mismo tiempo, me parece, invisibilizan la importancia de la pregunta sobre su valor y justificación. Pues ambas constituyen formas de atrincherarse con o contra la filosofía, pero ajenas a preguntar filosóficamente por ella. Así pienso que precisamente dicha tarea es la que realiza Peña y –a mi juicio– de forma convincente.
Por razones de tiempo quisiera en lo sucesivo comentar solo algunos de los puntos que creo son claves del texto, y en efecto acertados en relación con esclarecer la pregunta misma por la particular importancia de la filosofía como una disciplina que debe cultivarse en la universidad –precisamente en nuestros tiempos. Finalmente, quisiera solamente intentar plantear una línea posible de indagación para seguir contribuyendo en los alcances de esta importante obra.
En concreto me gustaría concentrarme en cuatro planteamientos que me parecen son la clave del texto de Peña y que, en efecto, permiten dilucidar aquello que la filosofía es y, de ahí, deja ver su valor. Estos puntos refieren a argumentos sobre: 1) la justificación de la filosofía; 2) su conexión con la conditio humana; 3) la particularidad de su método y 4) sobre el valor de la naturaleza paradójica de la filosofía. Todos estos argumentos en el contexto de su valor en la academia y más allá de ella:
1) Sobre el argumento de la justificación autorreferencial de la filosofía. Contrario a muchos intentos por justificar la filosofía, Carlos Peña fundamentará, a mi juicio de forma acertada, que la justificación de la filosofía no debe buscarse ajena a ella misma, es decir, a valoraciones extrínsecas a la filosofía. Esto significa que ella no se justifica, si se quiere ser realmente justo con la disciplina, en un esquema de utilidad. Esto significa que la filosofía no es importante porque posee algún tipo de función o utilidad determinada –por valiosa incluso que ésta sea. Contrario a lo que en muchos discursos públicos se sostiene, la filosofía no es valiosa ni por fomentar el pensamiento crítico, ni por contribuir al desarrollo de las llamadas “habilidades blandas”, ni tampoco por tener tal o cual objeto de pensamiento que le justifique. Todas estas formas de justificación, por más que intenten defender a la filosofía en nuestra cultura, no hacen más que oscurecer la verdadera importancia de la filosofía. Más grave aún: Este tipo de argumentos la retienen en una estrategia justificatoria utilitaria que, a largo plazo, pueden ser incluso más perjudicial para el futuro de la filosofía en cuanto impide reconocer la particularidad de esta disciplina. La importancia y el valor de la filosofía debe, más bien –como sostiene Peña siguiendo muy de cerca el planteamiento heideggeriano de la filosofía como un “saber señorial”, un “herrschaftliches Wissen” (Heidegger, Beiträge zur Philosophie, GA 65, 44)– ser buscada atendiendo lo que ella misma es: una praxis, una actividad que posee un valor intrínseco y exclusivo a ella misma. Peña nos dirá enfático que, solo “siendo fieles a ella misma”, podremos realmente justificarla. La filosofía tiene, pues, un valor al que solo se accede atendiendo cuidadosamente a su propia autorreferencialidad –o lo que Peña llamará “inutilidad”. Sin temor deberíamos ser capaces de reconocer que, a diferencia de otras disciplinas o saberes (por ej. la medicina que está al servicio de promover y restaurar la salud), la filosofía no “sirve” para otra cosa distinta de sí misma.
Con todo, esa autorreferencialidad que justifica la praxis filosófica no representa un encierro narciso, sino algo distinto. La filosofía no tiene por asunto ni un objeto formal –empírico– determinado, ni tampoco un tema; más bien, se trata de un constante problematizar, de poner al descubierto supuestos implícitos no atendidos, o de replantear la validez de alguna de nuestras certidumbres –normalmente silenciosas, pero también a veces, cuando hay crisis de sentido histórica, por ejemplo, más bien bulliciosas. La filosofía tiene por objeto nada determinado y, a su vez, todo lo que fundamenta y posibilita nuestro mundo y sus sentidos, todas aquellas certezas en las que nos movemos y que constituyen la realidad en la que habitamos. Así paso al segundo argumento clave.
El argumento sobre la relación entre la filosofía y la conditio humana. En el texto, luego de explicar el carácter señorial de la filosofía, el autor dedica especial atención a caracterizar la relación que existe entre la autorreferencialidad de la filosofía y la condición humana. Se trata de mostrar la conexión entre aquello que le es propio a la filosofía en cuanto una disciplina “inútil” (inútil, como dijimos, en comparación con otros saberes o técnicas que en su proceder aspiran a alcanzar o concretar algún tipo de producto distinto a ella misma) y un aspecto fundamental de aquello que nos constituye como los seres que somos. Peña, muy cercano a Heidegger, nos dirá que la tarea propia de la filosofía consiste en ir en búsqueda del origen. Heidegger nos dirá ya en el año 1919, como recuerda Peña, que la filosofía es “Urwissenschaft” (Heidegger, Die Idee der Philosophie, GA 56/57, 13) o como dirá un poco más tarde y más claramente “Ursprungswissenschaft“ (Heidegger, Grundprobleme der Phänomenologie, GA 58, 1), y que en ambos casos se traduce como “ciencia originaria”. La filosofía es distinta a otros saberes, técnicas o disciplinas porque justamente no se busca complementar o servir a la existencia fáctica. Lejos de lo anterior, la filosofía parece más bien ocuparse de desentrañar aquello que hace posible y sostiene, implícitamente, nuestra existencia fáctica. Dado que con ello no se trata de una búsqueda ni naturalista ni cientificista por los fundamentos de la facticidad, es evidente que la clave está en atender a la palabra “implícitamente”. Tal como sostiene Heidegger, también Peña considera que la existencia humana se caracteriza primordialmente por su hallarse en un mundo, con otros y con las cosas, siempre en algún tipo de comprensión, significatividad o sentido. De acuerdo con Heidegger, ontológicamente somos seres hermenéuticos, es decir: nos caracterizamos por poseer una forma de ser que permite la irrupción del ente –en cualesquiera de sus posible sentidos–, del mundo (en cualquiera de sus configuraciones epocales–, y de los otros (en cualesquiera de sus formas afectivas, como amigo o amante). Ahora bien, ese ser-posibilitante que somos cada uno, sin embargo, no lo somos ni por nuestro propio arbitrio, ni por causa divina. Heidegger considera que esta particularidad es de tipo ontológico y es posible en tanto somos correlato, “lugar” o “respuesta” a lo que él llamará la “verdad del ser”. Ser dicho lugar significa, en los términos dinámicos en los que entiende Heidegger la ontología, que somos aquello que permite que el sentido irrumpa todo aquello que puede ser otro (cosas, objetos, aparatos, obras de arte, animales, Dios(es), personas, mundos, comunidades, uno mismo, etc.), sino que además, y principalmente, se es abierto para las diversas manifestaciones y apariciones de aquello otro. Así visto, la filosofía buscaría entonces exponer las condiciones (también ontológicas) que permiten y sostienen nuestros saberes, creencias, certidumbres y significados; aquello que expondría lo que sostiene implícitamente todo entramado de sentido en el que desde ya, prerreflexivamente, habitamos. La filosofía permite, pues, reconocer la naturaleza, como quiero llamar, esquizofrénica que nos caracteriza. Esquizofrénica en tanto la filosofía nos permite reconocer nuestro habitar dividido: Pues por un lado somos y habitamos la facticidad; aquella realidad cotidiana y habitual en la que vivimos, embebidos en un mundo, ocupándonos de diversos asuntos, tratando con diversas personas y resolviendo o problematizando miles de asuntos. Mas, al mismo tiempo, estando ocupados y “arrojados” a las mil tareas cotidianas del día a día, también somos aquellos que de algún modo y por alguna razón somos capaces de poner esa inmersión en el mundo y en las tareas cotidianas entre paréntesis; retraernos del hacer inmediato y vernos afectados por una actitud distinta. Esa actitud reconoce que el sentido no es algo que hacemos a voluntad, sino que se nos da, se nos ofrece desde otros entes, y ese ser abiertos al darse del sentido, no es mera consciencia, sino autoconciencia. Así, la filosofía –que es para Heidegger hermenéutica, ontológica y fenomenológica– distingue entre dos planos esenciales, la facticidad vivida, en ejecución, y la puesta al descubierto de aquello que la posibilita. Ambos planos corresponden a elementos antropológicos esenciales y que, la filosofía, permitiría reconocer. Aquí paso al tercer argumento.
3) La sinergia entre el método retro-trayente de la filosofía y los efectos transparentadores y/o esclarecedores de nuestra existencia. La filosofía, nos dirá lúcidamente Peña, es una “permanente marcha atrás”. Como tal, nos invita a una forma de reflexividad particular que nos involucra esencialmente, como ningún otro saber. El método de la filosofía es “destrucción”, como lo llamará Heidegger (siguiendo sus lecturas de Martín Lutero), o “genealógico”, como dirá Nietzsche. En cuanto método retro-trayente, es decir, que nos trae hacia atrás, la filosofía nos permite no solo comprender y acceder a aquello que funda y posibilita el sentido, sino que, en tanto todo sentido de realidad, toda construcción de mundo significativo ocurre en cuanto existimos. Precisamente de ello debe dar cuenta especialmente la filosofía. Así, toda reflexión filosófica no solo es siempre autorreferencial, sino que, por lo mismo, ella también es transparentadora y/o esclarecedora de nuestra naturaleza más íntima y más propia como seres humanos, Dasein, o como quiera llamársenos –pero no en tanto homo faber o Animal rationale somos seres particulares, pues estas propiedades también pueden ostentarla, aunque en otros grados, otras especies. La filosofía da cuenta de aquello que de forma más elemental y distintivamente somos; seres que construimos mundo en tanto entramado de significaciones, que solo siendo, sin buscarlo, articulamos sentidos y damos lugar a los entes; con una cierta estabilidad pero en plena contingencia. Así, el método, des-mantelador, retro-trayente, “hipocondríaco” de la filosofía, permite, por un lado, comprender la constitución de sentido del mundo en general, y por otro, de nosotros mismos.
Con todo, evidentemente, toda hipocondría incomoda. Aquí paso al cuarto argumento final.
4) La naturaleza paradójica de la filosofía. Con eso de la naturaleza paradójica de la filosofía me refiero a su deambular errante entre dos asuntos que parece le son propios: por un lado entre el desarticular ( o “incomodar” dirá Peña) y el “construir” sentido. La filosofía, como dijimos, es distinta a todos los demás saberes y no persigue construir o alcanzar nada distinto de sí; no busca servir a ningún propósito o ideal por valioso que éste sea, en tanto ésta es profundamente autorreferencial. Ahora bien, en cuanto ella no ocurre sin nosotros, sino que la filosofía es y somos en una unidad indisociable, contingente e inevitable, la filosofía demuestra una particularidad sin igual. En cuanto problematiza todo aquello que pueda constituir una certeza, creencia o saber de cualquier tipo y que asienta de algún modo nuestra forma de existir en el mundo, en la cultura o en la historia, evidentemente incomoda y molesta –pues pone en entredicho su autoridad y validez. Al mismo tempo, sin embargo, y he ahí probablemente la grandeza aristocrática de la filosofía, precisamente en esa invitación a dudar de todo, ocasiona una transformación que es ya crecimiento. La filosofía, pues, tiene la particularidad de ser un saber cuyo avance no se mide por un progreso cuantitativo, sino más bien, por avanzar, epistémicamente, incluso cuando refuta sus verdades. Ciertamente, la filosofía no garantiza respuestas, y la mayoría de las veces estamos más confusos –pero de algún modo, en toda esa confusión ganamos en perspectiva. La filosofía remueve toda pretensión de autoridad, control o garantía a una serie de certidumbres y convicciones –políticas, afectivas, económicas, religiosas o del tipo que sean– que articulan silenciosamente nuestras vidas; pero gracias a ello, recuperamos libertad. Una libertad para con nosotros, con aquello que nos constituye más radicalmente, la dualidad que nos constituye, esquizofrénicamente como dije antes, de ser aquellas existencias necesitadas de cimentar y acreditar el mundo, olvidando su origen contingente; pero a la vez e inevitablemente, eternos constructores de mundo.
Pero dados todos estos cuatro argumentos se mantiene finalmente la pregunta: ¿Por qué todo esto es valioso y debe ser validado y resguardo en la academia? Porque la reflexividad particular que el filosofar requiere, al ocurrir, realiza simultáneamente aquello que somos de la forma más natural y propia posible. Nos libera a ser aquello que somos de la forma más fundamental posible; más que ser Homo sapiens, más que Animal rationale u Homo faber, más que cualquier definición filosófico-antropológica. Ciertamente somos también todas esas posibilidades y muchas más; sin embargo, la filosofía permite, en tanto una disciplina con una naturaleza profundamente paradójica, nos permite habitar y, a la vez, ser conscientes reflexivamente de cómo habitamos. La filosofía es una teoría y una praxis simultánea, que nos permite comprendernos y comprender nuestra cultura, mundo e historia atendiendo a la naturaleza contingente que somos y que es también, siempre, la realidad que nos rodea.
Finalmente, me permito plantear una pregunta que pienso sigue la línea de Peña y que debemos indagar en profundidad para entender mejor por qué importa la filosofía y por qué es difícil justificarle: ¿Cómo considerar la relación entre la filosofía, la soledad que le es propia, y su necesidad de forjar comunidad? Quizás si nos adentramos un poco más en esta pregunta, podremos también descubrir un carácter no solo señorial de la filosofía, sino también profundamente político.
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Author
Diana Aurenque Stephan
Universidad de Santiago de Chile. Chile, Chile